Los juegos fúnebres

Uno

Esta es una historia conocida, tanto como los páramos en los que sucede. Tierra batida por la lluvia y por el viento, inundada hasta su corazón de roca, retorcida en una lenta espiral hacia el océano como la huella de un tornado. Era buena tierra para nosotros pero no para ellos, así que pensábamos que no prosperarían. Nos gustaba sentarnos en sus pechos durante la noche y silbarles pesadillas, mientras sobre nuestras cabezas traqueteaban los amuletos y fetiches, los huesecillos de pájaros sagrados, los escrotos curtidos de bestias secretas, llenas de magia todavía más oscura e inútil. Hace mil años. Hace diez mil años. No sé. Antes del hierro, eso seguro. El olor de la humanidad, que nunca habíamos percibido antes. Olían a estiércol y leche agria. A aguja de hueso. Mis grandes narices en el cuello de la mujer dormida. Mis enormes pies de pájaro hollando su vientre hambriento. Silbé la más sencilla de mis canciones, que llena la cabeza de sueños geométricos, de anhelos simétricos, de estructuras efímeras que se alzan hacia los firmamentos del mundo. La mujer se agitó sin lograr despertar. Seguimos silbando hasta al amanecer. Vi a un duende cambiar de sitio un cubilete de cuero, a otro extraviar un collar de conchas marinas. Vi a un hada orinar en el rostro de un hombre dormido.

El viejo Mmton, cubierto de musgo y con el rostro de piedra gris, dijo: Serán buenos, buenos para nosotros, levantarán templos y monumentos a los Poderes y bailaremos con ellos y nos rendirán pleitesía y cederán sus cuerpos para nuestro capricho. El viejo Mmton movía los doce largos dedos de sus manos, tamborileaba el suelo con los ocho gordos dedos de sus pies. Dijo: Será como antes, como con Los Que Estaban Primero, el baile y la carne y juntar lo suyo con lo nuestro y dejaremos de desaparecer en el mundo.

Ninguno de nosotros creía que fuéramos a desaparecer del mundo, solo él, pero los queríamos, los deseábamos, frágiles como eran, temblorosos como se nos presentaban, dormidos como cachorritos en un cubil, monos de cuerpo lampiño con herramientas curiosas. Los duendes las querían todas, tocaban las herramientas de piedra con sus picos de urraca. No podíamos imaginar lo que nos traerían, los horrores del futuro.

Fueron coronados reyes, aunque no lo supieran, y al final ellos, o más bien los hijos de sus hijos y los hijos de nuestros hijos, gobernaron las tierras del páramo, se llamaron dueños de todos los brezales y de todos los arbustos, de todas las plumas perdidas y de todos los arroyos y colinas y peñas peladas que salen como colmillos descascarillados de la tierra e incluso de ese árbol inclinado por el viento como un alma en pena, con ramas que piden clemencia a una instancia superior que no existe. Si iban a la guerra nos llevaban con ellos, dormidos en sus saquitos de pellejo de uro. Cuando alzaban la lanza nosotros la alzábamos con ellos. Yo lamía la punta de piedra con mi lengua atroz para darle veneno. Cuando bajaban la maza nosotros la bajábamos con ellos. Yo silbaba en su cabeza el regocijo del destrozo y silbaba también las canciones del fuego, fuego en las largas cercas de espino para el ganado, fuego en las chozas de los enemigos, fuego en la tierra, fuego hasta que se queme y se seque como el vientre de los ancianos. ¿Qué queríamos de ellos? Lo que nos daban. La sangre y el baile y el holocausto de los esclavos. Las rocas enhiestas, los círculos de poder, las mesas de piedra para los sacrificios y los interminables corredores hacia el interior del mundo. Alza tu templo, alza tu espada, cuenta los días, cierra los ojos, besa mis labios, silbaba en su oído. Soñaban sueños imposibles. Qué gran deleite. Se pintaban la cara de sangre para yacer entre ellos y con nosotros a la luz pringosa de las antorchas.

Hace cien mil años, quizá. Antes del hierro.

Dos

Manos de fuego, le decía el padre, manos de fuego. Porque se le rompían las cosas, se le resbalaban entre los dedos o forzaba su uso por la impaciencia, por el entusiasmo, que en ella eran indistinguibles de la furia. Afanada junto a la chimenea con la labor de costura. El hermano dormitando con cara de idiota. El padre severo, reflexivo. Tienes manos de fuego, Catherine. Ella intentando arreglar el roto, mordiendo el hilo, enhebrando la aguja con hilo más grueso, más fuerte. También pies de fuego, aunque eso no se lo decía el padre, eso lo pienso yo. Destrozaba el calzado de correr por el páramo. Como si buscara algo. Como si sintiera que le falta una cosa sin nombre. A ella fuimos a verla cuando nació. Rechinando los dientes en aquella casa llena de clavos, llena de herramientas, tenazas, atizadores, pezuñas herradas de yeguas muertas en los cimientos de la casa, un viejo rito contra nosotros que me clava hielo en las sienes y me hace llorar los ojos. Nos sentamos el día de su nacimiento alrededor de la cuna y la contemplamos como si no nos ardiera el corazón, como si no fuéramos casi transparentes. Era un bebé gordezuelo. Sentí tanta pena, pues a mí me habría tocado quedarme en su lugar. Pero estábamos tan débiles, tan débiles. El viejo Mmton ya no existía. Un hada dijo que iba a ser una mujer bellísima. Estaba a punto de echarse a llorar. Yo también. Hacía tanto tiempo que yo era nada, ni mujer, ni bellísima, ni cualquier otra cosa. No teníamos fuerza para tomar forma en ese aire que apestaba a hierro. Incluso allí en los páramos la civilización nos desangraba. Las hadas revolotearon sobre la cabeza del bebé y algunas plumas carmesíes tocaron su frente y luego se desvanecieron. Acompañamos al bebé toda la noche e intentamos que soñara con los palacios secretos a los que no podíamos llevarle. El viejo Mmton era el lector de nombres, así ahora me arrogué yo esa labor. Catherine, dije. Los duendes asintieron. Quizá podamos darle manos de fuego, dijo uno.

Tres

Encontraron el regato cuando ya eran dos. Malos como perros malos. Salvajes como perros salvajes. Analfabetos y con una aversión natural al hierro. También a la ropa. Mal vestidos en el temporal, ante el viento gélido y cargado de cristales de hielo. Los tobillos desnudos, los codos al aire, qué poco decoro y qué propio de una de los nuestros, aunque nunca llegáramos a poseerla. De él no sabíamos nada al principio. Leí su nombre en un fragmento de nuca descubierta entre los rizos negros. Ah, Heathcliff, dije. Consagrado a otros Poderes. Su magia era extranjera y proscrita. Magia cautiva, sellada por todo el cuerpo en dibujos incomprensibles y secretos. Que ni él mismo conocía. Te protegieron de nosotros, niño Heathcliff, que no queremos hacerte ningún mal. No te protegieron de las cadenas de los hombres ni de la fusta de los hombres ni de las botas de los hombres ni de los deseos de los hombres ni de la locura de los hombres. Nosotros te habríamos dado otras cosas. Pero los sellos eran poderosos y no sabíamos leerlos. Con Catherine será suficiente, le dije a todo el mundo. Se llama Heathcliff, deberíamos dejarle en paz. Yo no era el viejo Mmton. Creo que no me hicieron caso.

Alguno de ellos los guió al regato, lo sé, un hada, un duende, una hamadríade atada al brezo, un fauno, una dísir borracha, cualquiera, podría haber sido cualquiera. Estaba en su derecho y si supiera su nombre lo castigaría por despecho, por rabia, por celos, por no haberlo hecho yo mismo, pero no porque no tuviera derecho a hacer lo que hizo. Mover la brillante pluma de zorzal en el aire, hacerla bailar ante Catherine. Heathcliff allí también, como agazapado, como un zorro, como un lobo, como una jineta, para saltar sobre ella. Se mordían, cuando nadie miraba. Sobre la ropa todavía. Que deseaban morderse la cara, morderse la piel, lo sabía cualquiera que los viera pelear y revolcarse entre las matas. Nosotros siempre estábamos allí, mirando. No había mucho más que hacer. Los palacios estaban vacíos. Nuestros apetitos apagados. Mirarlos a ellos era lo más parecido a estar vivos. Muérdele la cara, pensabas. Muérdele los dedos. Como si estuvieras en la guerra de nuevo, venciendo al invasor, conquistando al manso. Llénate la boca de carne enemiga, Catherine, enciende tus manos de fuego, llévame en un amuleto de piel humana junto a tu corazón.

La pluma flotó hasta el regato oculto, que arrastraba todavía barbas de hielo. Catherine la persiguió, el pelo adornado ya con otras plumas de petirrojo, de paloma torcaz, de garza, de herrerillos y carboneros, ocultas también entre la ropa. Si el plumaje fuera moneda de uso común Catherine podría pagar pasaje en todos los barcos y hacia todos los destinos, ningún capitán rechazaría su fortuna y de inmediato engalanaría el mejor camarote para ella. Hay en Catherine ya, tan joven, un deseo frustrado, un anhelo amargo, un entendimiento de lo imposible. Jamás conocerá el mundo más allá del páramo. Lo sabe dentro de los huesos. Por eso muerde.

El agua iba a dar a una losa rota de piedra blanca, incrustada de líquenes y arañada de zarzas, por entre cuyas grietas el regato se transformaba y perdía su condición para entrar en un agujero. En la base de un montículo herboso por el que habían pasado docenas, centenas de veces, sin ver losa o regato o agujero. Catherine cogió la pluma del agua y sopló para secarla y ambos se acuclillaron y miraron hacia la oscuridad interior. Todos contuvimos el aliento. No me gusta, dijo él, en cuya piel vibraban suave los sellos extranjeros, la magia distinta que nos impedía besarlo. Ella no dijo nada, se mordió el labio, se mordía mucho el labio, hasta destrozarlo, hasta dejarlo hinchado, despellejado, roto, encostrado de sangre. Sus ojos sí vieron algo en la oscuridad del agujero. Sigue, murmuró, sigue hacia dentro. Él negó con la cabeza. Te digo que sigue, dijo ella. Sigue y sigue y sigue…

Vámonos, dijo él.

Vale, dijo ella.

Todos exhalamos con amargura, como un único cuerpo, un caballo que agoniza en el establo abandonado. Los miramos marchar, apareciendo y desapareciendo en la ondulación del terreno, entre charcas y ciénagas y ajenos a la sombra de los pájaros y al último reducto de magia auténtica en Inglaterra. Un duende llamado Rnas se arrancó los ojos del disgusto. Hubo llantos y gritos y aullidos de lobo. Yo quería arañarme la garganta y echarme a llorar, pero no lo hice porque alguien tenía que guardar la compostura.

Todavía no entrarán, dije, falta para eso. Serán necesarias más peleas, más mordiscos, más brasas en la carne, quemando despacio, despacio, cada vez más encendidas al contacto con el otro cuerpo. El deseo busca escondrijos, madrigueras, agujeros.

Cuatro

Al otro lado de las colinas, invisibles para los ojos humanos, se producía la última migración de vampiros, una hilera triste de caras pálidas y telas negras. Expulsados de otras tierras por la llegada de ingenios mecánicos y pesadillas articuladas, repugnantes aleaciones de hierro, el silbido del vapor y el calor de los hornos. Estos vampiros son delicados, son algo que se sueña al filo de la vigilia, no pueden resistir. Milenios bajo los aleros de las casas, a la sombra de los chapiteles de las iglesias o abrazados a las gárgolas de las catedrales. Se van para no volver. Se precipitarán al océano. Ojalá los hubieran visto ellos dos para que pudieran comprender la tragedia de nuestro pueblo, pero todavía no tenían los ojos necesarios. Con sus ojos velados solo se veían entre ellos, todo lo demás era niebla, de igual manera que con las bocas solo podían sentir la otra carne, todo lo demás desprovisto de sustancia y de sabor. Doce años. Yo tengo mil veces esa edad. Un millón de veces esa edad. Solo quiero que lata de igual manera mi corazón. Los clavos de los zapatos me hacen perder la cabeza de dolor y pena.

Cinco

Nos reunimos a pensar qué hacer. Hubo quien propuso olvidarlo todo, dejarlos en paz. Tenía razón. Nada podíamos ganar aquí. Éramos como emperadores que mendigan en una ciudad extranjera, medio locos, medio ciegos, recibiendo monedas con nuestra propia efigie. Nosotros gobernamos el páramo, cabalgamos estos cuerpos, arreamos la sangre en venas y arterias, sentimos su pulso como propio. Y ahora seguimos a dos niños que corretean por el campo. Decía esto el hada con voz muy grave. Se cubría con las alas negras para que no le viéramos el rostro. Yo fui Reina del Verano y Reina del Invierno, ¿qué son ellos? Dos bestezuelas, dos potrillos, dos gazapos, ¿qué pueden ofrecernos? Yo digo que los olvidemos. Yo digo que jamás volvamos a pensar en ellos. Yo asentía. Todos asentimos. Decía la verdad. Pero no se llegó a ninguna conclusión. No queríamos llegar a ninguna conclusión. Estábamos enamorados. De él y de ella. De Catherine Manos de Fuego y de Heathcliff Ojos Oscuros. Pobres de nosotros. Enamorados por completo. De los pies a la cabeza, de la piel invisible a las tripas escarlatas, arrasados de amor.

Estaban ya condenados, en mi opinión, pero desde luego nosotros no les dimos ninguna paz de espíritu. Fueran donde fueran íbamos con ellos. Nos reuníamos por cientos en los tejados de la casa durante la noche, unos cantaban, otros silbaban, todos decíamos sus nombres a la luz de las estrellas. El polvo de hadas exalta y enloquece. Es como estar aquejado de una leve fiebre, de una trepidación en el pulso. Te queman las ganas. Te arden las ansias. Al borde de una revelación, de una epifanía, algo que esconde el propio cuerpo. Como relámpagos retenidos, a punto de desatarse. Los perros nos detestaban. Los gatos nos son más afines, pero no hay gatos en el páramo. Ladraban y ladraban las rehalas cazadoras, los hijos de los hijos de los hijos de los hijos de los sabuesos que devoraron a Acteón.

Seis

Bajo el viento que éramos, en compañía de esta corte invisible, solo podían crecer torcidos. No podían estar separados pero tampoco podían estar juntos sin pelearse, sin discutir, sin pellizcarse, sin golpearse, no sabían acariciarse así que se tiraban del pelo, se mordían, se apretaban el uno contra el otro, combadas las espaldas, las piernas entre las piernas, hasta que se les cortaba el aliento de un fogonazo blanco y lograban separarse, manchados de barro y hierba, empapados, jadeantes, perdidos, llorosos, magullados, con una comprensión pequeña de lo sucedido. Unas gotas de agua que caían en un pozo de sed eterna. Habría que volver a hacerlo. Solo conseguían una tregua, una paz transitoria. En una ocasión ella rabió tanto, de ansia, de ansia desollada, de nervio, de nervio desnudo, que le tiró una piedra a él y le hizo saltar sangre entre los ojos oscuros. Luego se arrepintió y lloró y restañó la herida como pudo, tocando los rizos apelmazados de lluvia, y se lamió los dedos ensangrentados y le lamió los labios y le lamió los párpados y él también se introdujo los dedos de ella y los lamió y los lamió mientras se desataba el vendaval y los mares de hierba se sacudían como nos sacudíamos nosotros de éxtasis. Estaban perdidos desde el principio, os digo, es todo lo que puedo alegar en nuestra defensa.

Siete

Antes de la noche funesta en la Granja de los Tordos visitaron por fin la cripta de los reyes de Inglaterra. Con un platillo de aceite y una larga mecha hecha de trapos. Se internaron más allá de la losa rota. Con el agua hasta los tobillos, las coronillas rozando la mampostería tosca del túnel. Cogidos de la mano, los ojos muy abiertos. La luz temblorosa se abrió en la estancia secreta. Pebeteros y timiaterios a lo largo de las paredes, a los pies de la escalinata. El altar todavía en sombras. Ella llevó el fuego a la madera petrificada y la hizo prender al instante, el último hechizo de los brujos. Él tomó un tizón y encendió más fuegos. El humo perfumado se elevó hacia respiraderos en las tinieblas. Las llamas iluminaron los esqueletos, arrancaron brillos viscosos a las joyas y los oros, las lágrimas de rubíes y esmeraldas y zafiros que chorreaban por los rostros demacrados, que dibujaban surcos como escarificaciones minerales en los cráneos pelados. Las costillas anilladas de plata, las falanges flacas engarzadas de perlas. Collares ceñidos a las vértebras, gargantillas enredadas, coronas de brezo y vides doradas. Ocho reyes y reinas en armaduras de cuero pintado, con espadas de piedra y lanzas de cuerno, con botas de piel de fiera, con las dentaduras bañadas en oro. Una fortuna en el mercado vulgar de las ciudades, suficiente por sí sola para pagar una guerra contra todos los países enemigos. De aquí nacen imperios. Ellos solo lo miraron cogidos de la mano y eso que las manos de ella ardían, estaban en llamas. Catherine, tus manos, mírate las manos. Heathcliff, mira, mira tú también. No sé si lo vieron, pero allí aprendieron a acariciarse. El fuego de ella borró los sellos de él, para nuestro regocijo. Ahora también podríamos tenerlo. Cómo bailamos. Cómo aullamos. Mientras aprendían. Sus manos se movían como un incendio por la hierba amarilla. También se mordieron porque no sabían no morderse. Los duendes treparon con sus coloridas pieles de lagarto por la espalda de él para beber el sudor, las hadas les hicieron máscaras rojas y negras con sus alas, y yo quería, qué quería yo, quería dejarles mis huellas de pájaro por el cuerpo entero, escurrir mi lengua salvaje entre ellos, y agitaba mi cabeza de salamandra de anhelo y frustración, me retorcía las manos huesudas y secas, desplegaba como penachos de pluma las crestas nervudas de mi lomo. El sacerdote que no participa del oficio, que no puede entregar la comunión. El heraldo de las sombras que en las sombras permanece.

Alza tu templo, dije. Alza tu templo, dijo ella.

Alza tu espada, dijo un hada. Alza tu espada, dijo él.

Cuenta los días, dijo un duende. Cuenta los días, dijo ella.

Cierra los ojos, dijo el espectro de la reina. Cierra los ojos, dijimos todos.

Besa mis labios, dijo ella. Besa mis labios, dijo él.

Ocho

No hay pacto más terrible.

Nueve

Yo maté al perro que mordió a Catherine. Le dejé verme un instante. En el aire fino de la madrugada, chirriando los dientes como si tuviera la boca llena de arena, reuní todo lo que pude, cada brizna de mí, cada ápice insignificante que flotara en el aire y que alguna vez fuera mío. Al perro le sangró el hocico a chorros y murió con los ojos desorbitados y la lengua por fuera. Yo quedé como arrasado, como lavado con ácidos en una tina de alquimista. Me arrastré luego por la hierba, lejos de la Granja. Ella estaba dentro. No podíamos alcanzarla. Heathcliff tampoco, lo zarandearon y lo humillaron por sus ojos oscuros, por su aspecto de gitano o extranjero. Aquella era una casa del hierro habitada por gente del hierro. Lo vi pasar con los hombros cargados de duendes enloquecidos, que no hacían más que susurrarle venganzas. Recupérala. Tráela de vuelta. Es nuestra. Es nuestra. Es nuestra. Quise gritar pero no me quedaba voz. Me envolví en mis propias babas para dormir. Al raso, como los peregrinos. Y como los que se han extraviado en territorio desconocido.

Diez

Cuando desperté caía aguanieve. Salí de la crisálida azul y me senté a comer los pedazos mientras miraba el paisaje helado. Dejé que me empapara el tiempo. Habían pasado varios años. Unos duendes triscaban cerca y grité sus nombres. Me miraron sin curiosidad. ¿Dónde están?, dije. Se volvieron locos, si es que no lo estaban ya. Patearon el suelo, se mesaron los cabellos. Aquejados de esa demencia tan particular que obliga a hablar solo con rimas y enigmas. Ah, Linton, decían, perro de hierro, rata de lata, mono de lomo, corzo de escorzo. Tardé mucho en comprender lo que pasaba. Catherine vivía en la Granja con un pusilánime. Heathcliff la había abandonado durante tres años. Y, lo peor, saqueó la cripta y cambió el oro sagrado por oro vulgar. Se fue y volvió, dispuesto a vengarse de todos. ¿De todos?, dije. De todos, dijeron. ¿Pero se quieren?, grité. ¿Todavía se quieren? Los duendes se fueron corriendo en todas direcciones, aterrorizados solo de plantearse semejante pregunta.

Por la noche el viento racheaba, ráfagas de nieve se estampaban contra las suaves colinas, se acumulaban montones y montones en las ciénagas congeladas. A mí eso no me importa. Fui a Cumbres Borrascosas y desde la rama de un árbol que se retorcía en la ventisca observé a Heathcliff dibujar hechizos a la luz del fuego. El pentagrama, los cirios negros. Suspiré. Más tarde, quizá al año siguiente, quizá esa misma noche, no recuerdo, no puedo saber, por supuesto que yo estaba loco también, fui a la Granja a llorar y contemplar a Catherine, que desgarraba un almohadón y se llenaba la boca de plumas de ganso. Quizá por eso me confundo, como si estuvieran ambos en la misma tormenta blanca y fría, en la misma noche interminable. Él ahorcando a un cachorro en la verja, ella golpeándose la cabeza contra la pared. No se ve nada dentro de la ventisca. Caminas y caminas y te duelen los brazos y las piernas y las piedras bajo la nieve nueva te abren las plantas de los pies y el hielo en la nieve vieja te raja las manos al tropezar. Vuelcas los muebles, corres hasta vomitar, estrangulas a una criatura al azar. Yo no fui, pero también se lo hubiera silbado dentro de la cabeza. Mátalo y déjalo ahí para que lo vean, Heathcliff. Que ella lo vea. Que ella lo vea.

Qué horror. Ojalá me muriera ahora mismo.

Once

No nos interesaron los hijos. No nos interesaron sus historias. Ni antes la de los padres, ni la de los maridos y las esposas, ni la de los criados y criadas, ni la del mirón que vino luego. A ese solo lo asusté silbándole un sueño terrible. Por capricho. Porque no soy bueno. Ninguno lo somos. Qué me importa a mí la que se llamó como ella si no es ella. Los pocos duendes y las pocas hadas que quedábamos solo vivíamos para la que tenía manos de fuego y el que tenía los ojos oscuros. El día de su muerte, ay, el día de su muerte. Me rompiste el corazón, dijo. Me has matado.

Y yo sentía que me hablaba a mí. A mí, en cuyo nombre y en el de los Poderes a los que represento se han saqueado ciudades de barro y piedra, se han decapitado bueyes por cientos en una sola jornada, hasta que la tierra rebosaba sangre y el fango rojo cubría a mis siervos hasta la cabeza, se han quemado inciensos y tesoros para mí en mesas de piedra tan negras que parecían sacadas de una noche sin estrellas, se han descuartizado personas por voluntad propia en luminosos ritos diurnos y príncipes y princesas se han lanzado a abismos vestidos de blanco y coronados de flores solo para complacerme en el día más largo o se han prendido fuego en jaulas de mimbre en la noche más larga, a mí, que he aceptado títulos como Padre De Todos, Corazón del Bosque, Duque del Inframundo, Sol Invicto, que estoy aquí desde mucho antes del hierro, un millón de años antes del hierro, y solo quise arrojarme a los pies de él y a los pies de ella y pedirles llorando, aullando, chillando, que me dejaran habitarlos, que me dejaran ser suyo, arráncate un ojo y llévame en la cuenca vacía, enroscado como los fetos, córtate la lengua, déjame hundirme en tu saliva caliente, te daré los dones de la visión y del habla, desharé los velos y la maldición babélica para ti, solo por el privilegio de estar en tu interior, Catherine, de estar dentro de ti, Heathcliff, arráncate el corazón y llévame en el hueco y haré de ti el general más despiadado y te daré los ejércitos más salvajes, se los pediré a los Poderes y los Poderes me los darán para ti, para vosotros, Catherine, ¿no quieres acariciar el mundo con tus manos de fuego? Heathcliff, ¿no anhelas verter la oscuridad de tus ojos en las tierras baldías? Dejadme lamer vuestros pies, dejadme lamer la palmas de vuestras manos. Os daré el dominio sobre todo lo que existe. Como era antes del hierro.

Doce

En ese instante, o quizá unos años más tarde o quizá mucho antes, antes de que hubiera allí un cementerio, me filtré en la tierra y llegué hasta los ataúdes abiertos y el revoltijo de huesos, los indistinguibles esqueletos de ella y de él, y me enrosqué para dormir. Al cabo de una hora o de mil horas supe que el sueño jamás vendría, así que saqué mi pérfida lengua de la boca y me dispuse a morderla.

Trece

Y así lo hice.